Archive | junio 2014

TASMANIA. Se hace camino al rodar.

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La cima del Mount Wellington se encuentra a 1.300 metros sobre el nivel del mar. A unos 40 kilómetros del camping donde mi amigo Francesco y yo nos encontrábamos. Quizá 40 kilómetros no son tantos, pero si tenemos en cuenta que 20 de ellos serían una constante subida con cierta pendiente, se convierten en 40 duros kilómetros.

Llevábamos ya más de una semana rodando cada día, habíamos llegado al ecuador de nuestro viaje, un 30 de diciembre, el día antes de año nuevo, pleno verano australiano, las piernas ya respondían y por aquel entonces ya había aprendido a controlar las subidas en bicicleta. Sabía cuándo estaba bien y cuándo no. Francesco, mucho más en forma que yo, me dejaba atrás en cada escalada, esperándome arriba de cada cima comiendo un bocadillo, y de vez en cuando mofándose de mi ritmo lento y sacando algún que otro video gracioso mientras yo llegaba hecho polvo.

Por aquel entonces, ya sabía cuándo iba a conseguir las cosas y cuándo no. Y a la mitad de la eterna subida, lo supe. Lo iba a conseguir.

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Las señales iban rebajando el número de kilómetros, y yo pensaba. Recordaba el día en que mi amigo me habló de la subida al Mount Wellington. Llevábamos ya cierto tiempo hablando del viaje, cada vez que salíamos a rodar en Melbourne se convertía en un monotema. Me hablaba de las ganas que tenía para hacer esta montaña en particular. La comparaba a las grandes subidas del Tour de Francia, comentaba su dureza, y las dos horas y media que llevaría completarla. Recordaba, mientras pedaleaba lentamente y ascendía, cómo le dije «ese día yo me lo tomaré libre, tu sube si quieres», puesto que no entraba dentro del itinerario, sino que sería un «capricho» por amor al arte.

Cuando coroné la cima, tres horas después de empezar a subir, él me esperaba sonriendo, como siempre, cámara en mano. Me dijo que estaba orgulloso de mí, tanto como yo de él por haberme llevado hasta allí arriba.
Allí, en el techo de Hobart, en el mirador de la lejana isla de Tasmania superé una vez más algo que me costaba concebir como real poco tiempo atrás.
Una lección más de todas las que me enseñó viajar en bicicleta.

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Diciembre 2013

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Un par de alforjas que en total hacían 8 kilos. Una mochila donde metería la comida, alguna chaqueta, y refuerzo de agua. Tres cantimploras. Una tienda de campaña para una persona, y un saco de dormir. Material necesario para un viaje en bici.

El ferry Melbourne – Tasmania no tenía si quiera sitio para sentarse. Nos tocó en el suelo. Iban a ser 9 horas de trayecto por el Estrecho de Cook, mundialmente conocido por su agresividad y sus mareas… perfecto escenario para dormir en el suelo.

De repente, vimos una sala… «Ocean recliner», se llamaba. La habitación de los ricos. La primera clase de los barcos, enormes butacas y unas vistas al Oceáno Pacífico gracias a su pared de cristal. Nos quedamos como dos tontos mirando y pensando lo cómodo que se estaría ahí dentro, envidiando a los ricachones. Cuando aquella amable señora que salía nos preguntó si habíamos olvidado la tarjeta dentro, se nos quedó cara aún más de idiotas, y con una convincencia muy dudosa respondimos un unísono  «uuuh….yes yes, we forgot the card, sure». Y sin comerlo ni beberlo, nos plantamos dentro del impecable ocean recliner. Como dos pueblerinos nos sentamos en los primeros asientos que vimos, mirándonos incrédulos y con risilla nerviosa, nos acomodamos, hasta que alguien vino a reclamar su asiento y a bajarnos de la nube.
Ser extranjero a veces es una carta a favor, y haciéndonos el sueco (hacerse el español sería delatarse) pedimos disculpas por habernos equivocado de número. Sea como fuere, acabamos durmiendo en la lujosa sala, con nuestras mallas de ciclista y nuestro bocata de jamón hecho en casa. El trayecto por el mar más agresivo del mundo, fue un tranquilo paseo de rosas.

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Y tan a gusto….

A decir verdad habíamos hablado mucho del viaje. Nos conocíamos desde hacía tiempo ya, pero por motivos de trabajo nunca habíamos tenido la oportunidad de viajar juntos. Él se fue a Tasmania el año anterior, y desde entonces me llevaba diciendo «tienes que ir».
La bici era nuestra rutina en Melbourne, además de usarla como medio de transporte, ambos salíamos dos o tres veces por semana a aprovechar el impresionante carril bici que la ciudad australiana alberga, con más de 300 kilómetros de recorrido. Solíamos ir a a la playa, cruzando la ciudad entera, siguiendo el río Yarra, unos 70 u 80 km. A veces más, otras menos.
La bici era un ritual, pero nos faltaba algo. Nos faltaba un viaje juntos,  y qué mejor forma de hacerlo que en bicicleta.
El plan inicial era subir a Byron Bay por la costa australiana, pero todo se torció cuando nos dimos cuenta de que las temperaturas serían de más de 40 grados y nos llovería cada día.
Entonces me lo propuso, «por qué no Tasmania», a él no le importaría ir de nuevo.
Después de pensarlo contesté un dubitativo «eh…..si,claro, Tasmania, por qué no». Y es que, si sabía algo de Tasmania, era que no tiene ni un solo tramo liso. Que es el lugar de Oceanía con más montañas, con permiso de Nueva Zelanda, y que para hacerte un recorrido por la isla, tienes que estar más que en forma.

Acepté el reto, y desde aquel día las salidas semanales se empezaban a hacer más largas.

Pensaba que estaba en forma, pero pronto descubrí la diferencia entre rodar en liso y rodar en subida, no importa lo mucho que hayas entrenado, vas a sufrir igualmente.

A pesar de todo lo que habíamos hablado del viaje, nunca nos habíamos sentado a ver el recorrido. Y en el barco, cuando sacamos el mapa para ver qué recorrido tomábamos, podría decir que nos chocamos con un iceberg y eso lo impidió, pero sencillamente, nos pondríamos a comer, o a hablar de cualquier estupidez. Tareas tan importantes que no nunca nos dejaron planear el recorrido. Y de repente, suena el megáfono «welcome to Tasmania». Hora de bajar.

Aquí, en el camping de Devenport, o mejor dicho, en las afueras del camping (dormir en campings en Australia a veces requiere hasta reserva) empezó nuestro periplo por la isla, que terminaría en el mismo lugar 14 días más tarde y muchos, muchos kilómetros después

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El pan sería uno de nuestros compañeros de viaje.

Después de esta primera noche de descanso, empezamos nuestro tour. Rumbo al Oeste, el Wild West de Tasmania, lo que recomiendan dejar para el final todas las guías de ciclismo por la dureza de sus subidas, que se harían más fáciles una vez aclimatadas las piernas.

Pero mi amigo, que ya conocía un poco el terreno, sabía que el viento iría a favor si empezábamos por el Oeste y volvíamos por el Este. Si hay algo que frena a un ciclista no es la carretera, la lluvia, el frío, o los terremotos. Es el viento en contra, y queríamos evitarlo a toda costa.

Así, nos dirigimos a una peculiar playa que elegimos, ni más ni menos, por su nombre: Sister’s beach, la playa de las hermanas. Así se hacen las cosas cuando no se tiene planes. Lo que mejor suene… Y sí, nuestra Utopía de encontrarnos con dos hermanas esperándonos nunca dio frutos.
Tampoco nos atrevimos a dormir en la arena debido al peligro de despertar en el agua rumbo a la Ántartica. Tras preguntar al amable guardia de seguridad si podríamos dormir por allí, y este mirarnos con una sólida negación de cabeza, terminamos plantando nuestra base escondidos en un Parque Nacional que no parecía muy cómodo, pero aquella noche aprendí la primera lección: cuando haces 100 kilómetros en bicicleta, se te olvida el significado de la palabra «cómodo», duermes igualmente.

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La playa donde creíamos habría un par de hermanas esperando, solo nos dejó una noche en el bosque rodeados de wallabies, pequeños canguros inofensivos pero ruidosos. Otra vez será…

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Un buen sitio para desayunar y empezar una nueva etapa.

A partir de aquí serían varios días de subir y bajar como si de un tío vivo se tratase. Este día comprendí que todo el esfuerzo realizado en Melbourne (una de las ciudades más llanas del mundo) había sido en vano.
He de decir que lo pasé mal en el camino a Warratah. Pero tuvimos un premio que alivió todo el dolor de las piernas, el calor del sol, y demás sufrimientos de aquella primera jornada de montaña.

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Aquí va otra lección aprendida de un viaje en bicicleta:  las festividades, así como los fines de semana, o los días en que la gente descansa o celebra, no importan.

Y este día llegamos al pequeño pueblecito de Warratah destrozados, sobre todo yo. Si hay algo que se necesita al completar un día en bici es sin duda alguna, comer. Y necesitábamos comer mucho.
Cuando encontramos todo cerrado, sin vida en la calle, cual pueblo fantasma, caímos: era 24 de diciembre, y no teníamos ni comida ni agua.

Pero cuando el hambre aprieta, el ingenio funciona, y tras llamar a la puerta del único restaurante del pueblo conseguimos que al menos, nos hicieran caso. Ya de por sí nuestro aspecto era de lástima, pero por si acaso se nos ocurrió incluir un «merry Christmas», estamos solos, lejos de casa y sin comida…..

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Pues eso, feliz navidad tronco.

Después del festín navideño y de una vuelta por el antiguo pueblo de Warratah, lo que un día fue la mayor mina de oro de Australia, encontramos un sitio para ducharnos….

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Y conseguimos ‘suite’ sin reserva… todo un lujo.

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Esta vez no tuvimos que escondernos, y la amable señora que consideramos como jefa del pueblo fantasma nos dio luz verde para acampar en pleno parque. Los señores del paseo matinal nos darían los buenos días más que contentos de tener invitados en aquel lejano y solitario lugar.

Rumbo a Hobart.

A partir de aquí empezaría nuestra travesía hasta Hobart, la capital de Tasmania y la única ciudad propiamente dicha.
El descenso lo haríamos por la costa Oeste y adentrándonos por el centro más adelante.
Nuestra tercera parada, Queenstown, fue el punto de inflexión. El día que empecé a disfrutar de eso de subir montañas, y es que aquel día subimos mucho. La carretera era solitaria, no muchos pueblos entre medias, sin coches. Se iba mejor así, sin riesgo de ser atropellados. El paisaje verde, con lagos y ríos salvajes.

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El tío vivo de subidas y bajadas era interminable, como lo sería en los siguientes días. En las subidas me solía quedar solo, si mi amigo frenaba su ritmo se le haría incluso más cansado, lo mejor era ir cada uno a su velocidad, buscando su límite, cada uno con sus posibilidades, y ya nos encontraríamos en esos descensos que tan bien nos sentaban, o en esas carreteras llanas para descansar las piernas.

En aquella etapa a Queenstown aprendí la lección más importante del viaje y la que me permitió completarlo: controlar la mente.

Cuando uno explota sus posibilidades físicas al límite, solo hay algo que permite mantener la calma, y ese algo es la mente. Así, me distraía con miles de recuerdos, viajaba a lugares, imaginaba historias, a veces trataba de recordar la letra de una canción, me montaba monólogos. Todo vale, con tal de no mirar al frente y pensar en lo que queda de subida,’ya que eso sería mortal. Cabeza abajo y dejar volar los pensamientos. Cuando menos lo esperaba, ahí estaba otra vez reunido con mi colega, descendiendo y charlando de cómo nos habíamos sentido en la escalada.

Después de 110 kilómetros, la mayoría de ellos cuesta arriba, llegamos a Queenstown. Yo, más que satisfecho, sonriente, y sientiéndome capaz de todo. Es hora de sacar el ingenio, y en esta ciudad algo más grande, tenemos que escondernos para hacer noche. El campo municipal de futbol sería nuestro refugio.

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Las etapas se hacían largas. Tardábamos en arrancar, por vagos y por nuestros desayunos interminables. Por nuestros cafés, las charlas matinales, y todo lo que hiciera falta para no empezar a lidiar con montañas.

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Desayunar de todo, y durante mucho tiempo, era una obligación para empezar cada día

A veces coronábamos puertos mientras los turistas montañeros nos miraban con asombro, algunos nos animaban y nosotros lo agradecíamos, las fuerzas pueden llegar desde todos lados.

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La foto que conmemoraba la ascensión a lo que bautizamos como «Tour Mallet». Una de las subidas más duras que hicimos, y cargados de equipaje. Había que inmortalizar el momento.

Hubo momentos duros, como el día que llegamos a la última parada antes de Hobart, New Norfolk. Costaba ponerse de acuerdo en dónde parar y ya de por sí habíamos empezado mal, tras una mala noche durmiendo cerquita de la carretera.
La falta de sueño pasa factura en las piernas, y además no tuvimos ni un solo pueblo en los 50 primeros kilómetros, algo que puede llegar a frustrar. No se cómo lo hicimos, pero tras 140 kilómetros con un intenso viento en contra, calor, y mala comunicación, hicimos noche en done parecía imposible al empezar el día. Siguiente parada: la capital.

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Hobart. De nuevo civilización… y el famoso Mount Wellington.

Primer objetivo conseguido. Llegada a Hobart. La capital de Tasmania y una de las ciudades más importantes de Australia.
Pasaríamos dos días en esta bonita ciudad, conocida como la ciudad del viento (no nos costó averiguar por qué). Tras una jornada de descanso, pedaleando «solo» 50 kilómetros, nos permitimos el lujo de asentarnos en el camping más lujoso hasta ahora, a orillas del lago y bien protegidos del viento.

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Pasaríamos dos noches en el tranquilo camping de Hobart, con bonitas vistas.

Además, esa noche la aprovechamos para dar una vuelta por el puerto, en pleno festival de comida, sentarnos a tomar unas cervezas e incluso quedar con gente conocida. Pronto nos chocó lo que sería una vuelta a la civilización, después de más de una semana durmiendo entre wallabies, en parques nacionales o pueblos perdidos de la mano de Dios. Ambos nos sentimos raros en ese ambiente, y de algún modo preferimos seguir con nuestro modo de vida. Así nos metimos en la tienda con la mente en una cima, que no es otra sino ésta.

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Tras dejar todo el equipaje en el camping, nos dirigimos a escalar Mount Wellington con muchos kilómetros en las piernas, pero con unas ganas y una motivación enormes.

Así, tras más de 2 horas y media sin parar de subir, llegamos al tope de la montaña, cada uno a su ritmo, como siempre, y con su mundo en la cabeza. Al llegar arriba dejamos la foto para el recuerdo, nos felicitamos, y nos bajamos cagando leches, porque allí arriba hacía cero grados, y nosotros no íbamos precisamente abrigados.

Bajamos y arrasamos la pastelería de turno. Después, nos fuimos a descansar más que satisfechos. Habíamos pensado en celebrar el año nuevo en la propia Hobart, hacerlo como se suelen hacer estas cosas… pero ambos decidimos que no, que seguiríamos con nuestra vida de ermitaños, con nuestras largas distancias y nuestro dormir en sitios extraños. Así, continuamos al sur, llegamos a Gordon, el punto más al sur de la isla más al sur… se nos acaba el mapa.

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Las paradas para atracones y posterior siesta se hicieron imprescindibles. No necesitábamos mucho para pegarnos un buen descanso…

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El sur de Tasmania, Gordon, donde pasamos la nochevieja, sin mucha fiesta ni ambiente, pero sin querer cambiarlo por nada del mundo.

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Esta foto corresponde a la mañana del 1 de enero de 2014. Son las 8 AM en Tasmania y empezamos nuestra jornada, una de las más largas del viaje. Año nuevo, vida nueva.

La costa Este

Lo peor ya ha pasado, y tras volver a cruzar Hobart, esta vez solo de pasada, iniciamos le camino de vuelta a Devenport , donde nos espera un barco rumbo a casa. Esta vez cruzaremos la costa Este, donde las playas paradisíacas abundan, el sol sale más a menudo y la carretera es más llana. Sin dejar de subir y bajar, pero con las montañas ya en el olvido. Aquí nos encontramos a muchos más ciclistas, y es que no todos se atreven con el Oeste. Aun así hubo días duros, subidas inesperadas y alguna que otro problema en el trabajo en equipo. Todo resuelto,, y al final la costa este fue casi un paseo.

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El camino a Orford, rumbo al Norte, fue la etapa más dura y larga del viaje, unos 150 kilómetros con subidas largas, viento en contra, se nos hacía de noche (llegamos a las 9 pm, después de unas 10 horas de jornada), y dio lugar a un malentendido, pero nos sirvió para darnos cuenta de que podíamos superar no solo los kilómetros, sino muchas cosas más.
El paisaje mereció la pena el esfuerzo, y por la mañana amanecimos en una playa perfecta, con el agua bien fresquita para despertar al cuerpo.

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Nos acercamos un poquito más a nuestro objetivo. Una de las paradas obligadas era el famoso Frecynet National Park, uno de los parques nacionales más famosos de toda Australia, albergador de espectaculares playas, flora y fauna.

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Aquí tuvo lugar nuestro encuentro con esas personas que conoces un día, compartes una experiencia inolvidable, y al día siguiente cada uno continua con su viaje y con su vida.

Cat y Hannah, dos simpáticas chicas australianas que pararon su coche, el cual funcionaba a trompicones,  justo donde nosotros descansábamos. Nos citamos en el camping de Coles Bay, y el trayecto que ellas hicieron en media hora a nosotros nos llevó un poco más, aun así nos encontramos, y amablemente nos dejaron poner nuestras tiendas en su plaza. Al día siguiente aparcamos las bicis y nos fuimos de trekking todos juntos, casí se me había olvidado lo que era andar,  y me resultó incluso más cansado que pedalear… cuando uno se acostumbra, es lo que pasa.

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juntos exploramos el Freycinet National Park, una joya de la naturaleza, y el mejor lugar para el único día de descanso, en buena compañía.

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Wineglass bay, uno de los sitios más espectaculares de Tasmania, pero quizá demasiado conocido, el único inconveniente.

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cruzándonos con los simpáticos inquilinos del parque nacional, los wallabies.

Cuando aparece la lluvia.

Dejando atrás Freycinet y despidiéndonos de nuestras compañeras fugaces de viaje, volvemos a subirnos en la bicicleta para hacer lo que mejor sabemos: pedalear.

Nos dirijimos al Norte. Como Francesco había pronosticado, el viento nos pilló a favor. Así, el resto de los días fueron tranquilos y rápidos. Con el viento a favor y la carretera prácticamente llana, a veces volábamos. Hacíamos etapas de 120 kilómetros sin sentir que las piernas se nos rompían, y disfrutábamos de playas donde parábamos para almorzar y la correspondiente siesta para coger fuerzas.

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Pero si había algo con lo que no habíamos contado en todo el viaje, algo inesperado y que nos bajó de la nube paradisíaca donde estábamos, eso era la lluvia.
Cuando llueve desde la mañana es fácil simplemente no avanzar ese día, refugiarse y pasar el rato, pero el día que tuvimos aquella tromba de agua solo podíamos predecir mirando al cielo, y a pesar de las nubes y el mal augurio, ambos decidimos avanzar y asumir riesgos.

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El estado de la carretera tampoco acompañaba.

Cuando las gotas empezaron a caer nos encontrábamos en mitad de la nada, no había donde quedarse a dormir, ni donde comer, así no nos quedó otra que rezar porque cesara… pero no cesó.

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Al principio nos lo tomamos a broma.. e incluso nos gustaba eso de pedalear bajo la lluvia. Pero tras unos kilómetros, y cuando el frío empezaba a hacer mella, se nos borró la sonrisa de la cara
Nos quedaban 40 kilómetros para el siguiente pueblo, donde habría un camping y podríamos refugiarnos. 40 kilómetros bajo una intensa lluvia, sin nada con lo que cubrir nuestro equipaje, completamente empapados, sin sentir los pies ni las piernas. Cada kilómetro se hacía más largo. Recuerdo pedalear mirando al suelo y evocando imágenes de playas calentitas, playas tropicales, si con la mente viajaba a sitios calurosos, podría con esa situación. Ahí estaba la batalla, no había vuelta atrás ni lugar para resguardarse. Solo quedaba continuar… y así, tras un esfuerzo mental nunca hecho antes, logramos llegar a Scottsdale, nuestro objetivo al empezar el día. Empapados, tiritando, el esfuerzo había sido el triple, pero lo habíamos conseguido, y esto fue mejor que cualquier montaña escalada antes, que cualquier numero de kilómetros desmesurado. Esos 40 kilómetros que hicimos en pleno diluvio fueron los más duros y a la vez más satisfactorios de todo el viaje. Y por eso nos dimos un festín.

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Sin duda, nos lo merecíamos.

Aquella noche recuerdo meterme en la tienda temblando. Mi ropa estaba toda mojada, el saco de dormir no era lo suficientemente caliente, e incluso yo me sentía enfermo. Cerré los ojos, y cuando desperté un enorme sol me dio los buenos días. La ropa se secó, y nosotros pusimos rumbo a la última parada. Delorraine. No sin antes subir alguna que otra montaña, que casi se nos había olvidado…

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Las montañas de Tasmania nos recordaban que aquí no vale relajarse, y en nuestra última etapa larga coronábamos otro puerto. Allí arriba, en mitad de una verde vegetación, le sonreíamos a ‘tassie’, por ponérnoslo siempre difícil.

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Delorraine. Última parada. Un pueblecito típico del ‘country’, con su correspondiente riachuelo y su pub, donde al entrar la gente se giró hacia los forasteros, y sin dudarlo un segundo se interesaron por nosotros, haciéndoles gracia que viajásemos de esa forma.

Y es que así es la vida rural. Como dos peregrinos bordeamos Tasmania entera pasando  por todo tipo de pueblos rurales, con poquita gente, donde se conocen, donde te sonríen amablemente, donde te preguntan por tu historia y les place escucharla, donde admiran que dos chicos europeos exploren su propia casa en bicicleta.

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14 días y 1600 kilómetros después, lo podemos decir: Misión cumplida.
El ferry nos llevaría de vuelta a Melbourne, y la experiencia de Tasmania se queda allí. En el interior de esa salvaje isla que no muchos recuerdan visitar cuando viajan a Australia. Yo no solo recomiendo visitarla, sino también, y más importante, explorarla.

Exploramos Tasmania,  sus montañas, sus carreteras, sus ríos, sus cascadas, sus lagos, sus playas. Exploramos sus pueblos, sus valles, su naturaleza, su gente, su día a día. Exploramos esa pequeña isla olvidada, perteneciente a Australia, pero con su propia personalidad, su propio encanto, su propia identidad.

Exploramos aquel lugar tan carismático a la vieja usanza. En bicicleta, guiándonos por el mapa y por instinto, y es que en todo el viaje no supimos lo que es el wifi, internet, whatsapp, o cualquier tipo de tecnología. No tuvimos contacto con nada más que con la naturaleza impresionante de aquel lugar.
Exploramos Tasmania al más PURO estilo. Pero también nos exploramos a nosotros mismos, nos dimos cuenta de lo que somos capaces de hacer, de lo que hicimos.

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Antes de viajar a Tasmania no me veía capaz de muchas cosas que se convirtieron en mi día a día a medida que las iba haciendo.
Después de Tasmania no había nada de lo que no me viera capaz.

El deporte enseña muchas. La naturaleza también. Viajar, lo mismo.
Si unes las tres cosas y encima lo compartes, has aprendido una lección muy importante. Yo la aprendí en Tasmania, a base de pequeñas lecciones cada día. La lección de que para superarte solo tienes que actuar.

El camino se hace andando, por muy empinado que sea, por muy duro, muy largo, o por mucha lluvia que caiga. Siempre se puede caminar, solo hay que tener paciencia , ganas, y sobre todo mucha confianza.
En este caso, el camino lo hicimos de otra forma, sin haber planeado nada y haciendo todo sobre la marcha, el camino lo hicimos al rodar.

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cheers brew!